viernes, 3 de octubre de 2008

sobre levi strauss, escribe octavio paz (si alguien sabe como conseguir el libro "el nuevo festin de esopo" de paz me avisa!)

El antropólogo ante el Buda
Octavio Paz

Lévi-Strauss ha declarado siempre que es un discípulo de Marx (discípulo, no repetidor). Materialista y determinista, piensa que las instituciones y las ideas que se hace una sociedad de sí misma son el producto de una estructura inferior inconsciente. Tampoco es insensible al programa histórico de Marx y, si no me equivoco, cree que el socialismo es (¿o pudo ser?) la etapa próxima de la historia de Occidente y quizá del mundo entero. Si concibe a la sociedad como un sistema de comunicaciones, es natural que la propiedad privada le parezca un obstáculo a la comunicación: «en el lenguaje», dice Jakobson, «no hay propiedad privada: todo está socializado... » Dicho esto, no veo cómo se le podría llamar marxista sin forzar el sentido de la palabra. Por ejemplo, no estoy seguro de que comparta la teoría que ve en la cultura un simple reflejo de las relaciones materiales. Cierto, dice aceptar sin dificultad la primacía de la estructura económica sobre las otras y en La pensée sauvage afirma que estas últimas son realmente superestructuras; agrega inclusive que sus estudios podrían llamarse «teoría general de las superestructuras ». No obstante, limita la valídez del determinismo económico a las sociedades históricas; en cuanto a las no históricas, asegura que los lazos consanguíneos desempeñan en ellas la función decisiva del modo de producción económica en las históricas. Apoya su aseveración en algunas opiniones de Engels en una carta a Marx. No pretendo terciar en un punto difícil y, de todas maneras, marginal, pero confieso que su idea de las relaciones entre la «praxis» y el pensamiento se me antoja muy alejada de la concepción marxista.
En La pensée sauvage distingue entre «prácticas» y praxis; el estudio de las primeras, distintivas de los géneros de vidas y formas de civilización, es el dominio de la etnología y el de la segunda de la historia. Las prácticas serían superestructuras. Entre la praxis y las «prácticas» hay un mediador: «el esquema conceptual, por el cual una materia y una forma se realizan como estructuras a la vez empíricas e inteligibles». A mi modo de ver, esta idea elimina la noción de praxis, o, al menos, le da un sentido distinto al del marxismo. La relación inmediata y activa del hombre con las cosas y con los otros hombres es indistinguible, según Marx, del pensamiento: «las controversias sobre la realidad y la no realidad del pensamiento, separado de la práctica, pertenecen al dominio de la escolástica». (Tesis sobre Feuerbach.) Praxis y pensamiento no son entidades distintas y ambos son inseparables de las leyes objetivas de la realidad social: el modo de producción. Marx se opone al antiguo materialismo, dice Kostas Papaioannou, porque éste ignora a la historia. Para Marx la naturaleza es histórica, de modo que su materialismo es una concepción histórica de la materia. El antiguo materialismo «afirmaba la prioridad de la naturaleza exterior, pero una naturaleza objetiva, independiente del sujeto, no existe».
El mundo sensible no es un mundo de objetos: es el mundo de la praxis, esto es, de la materia modelada y cambiada por la actividad humana. La función de la praxis es «modifícar históricamente a la naturaleza».
Si el marxismo es una concepción histórica de la naturaleza, también es una concepción materialista de la historia: la praxis, «el proceso vital real», es el ser del hombre y su conciencia no es sino el reflejo de esa materia que la praxis ha vuelto histórica. La conciencia y el pensamiento humanos son productos no de la naturaleza, sino de la naturaleza histórica, o sea, de la sociedad y su modo de producción. Ni la naturaleza ni el pensamiento aislado definen al hombre, sino la actividad práctica, el trabajo: la historia. Lévi-Strauss dice, al final de La pensée sauvage, que la praxis sólo puede concebirse a condición de que exista antes el pensamiento, bajo la «forma de una estructura objetiva del psiquismo y del cerebro». El espíritu es algo dado y constituido desde el principio. Es una realidad insensible a la acción de la historia y a los modos de producción porque es un objeto físico-químico, un aparato que combina las llamadas y respuestas de las células cerebrales ante los estímulos exteriores. En la praxis el espíritu repite la misma operación que en el momento de elaborar las prácticas: separa, combina y emite. El espíritu transforma lo sensible en signos.
En la concepción de Marx advierto la primacía de lo histórico: modo de producción social; en la de Lévi-Strauss la de lo químico-biológico: modo de operación natural. Para Marx la conciencia cambia con la historia; para Lévi-Strauss el espíritu humano no cambia: su reino no es el de la historia sino el de la naturaleza.
Ricoeur ha encontrado un sorprendente parecido entre el sistema de Kant y el de Lévi-Strauss: a la manera del primero, éste postula un entendimiento universal regido por leyes y categorías invariables (1). La diferencia sería que el del antropólogo francés es un entendimiento sin sujeto trascendental. Lévi-Strauss acepta lo bien fundado de la comparación y, sin negarla, señala sus límites: el etnólogo no parte de la hipótesis de una razón universal, sino de la observación de sociedades particulares y poco a poco, por la clasificación y comparación de cada elemento distintivo, dibuja las líneas «de una estructura anatómica general». El resultado es una imagen de la forma de la razón y una descripción de su funcionamiento. La semejanza que señala Ricoeur no debe hacernos olvidar una diferencia no menos decisiva: Kant se propuso descubrir los límites del entendimiento; Lévi-Strauss disuelve al entendimiento en la naturaleza. Para Kant hay un sujeto y un objeto; Lévi-Strauss borra esa distinción. En lugar del sujeto postula un «nosotros» hecho de particularidades que se oponen y combinan. El sujeto se veía a sí mismo y los juicios del entendimiento universal eran los suyos. El «nosotros» no puede verse: no tiene un sí mismo, su intimidad es exterioridad. Sus juicios no son suyos: es el vehículo de un juicio. Es la extrañeza en persona. Ni siquiera puede saberse una cosa entre las cosas: es una transparencia a través de la cual una cosa, el espíritu, mira a las otras cosas y se deja mirar por ellas. Al abolir el sujeto, Lévi-Strauss destruye el diálogo de la conciencia consigo misma y el diálogo del sujeto con el objeto.
La historia del pensamiento de Occidente ha sido la de las relaciones entre el ser y el sentido, el sujeto y el objeto, el hombre y la naturaleza. Desde Descartes el diálogo se alteró por una suerte de exageración del sujeto. Esta exageración culminó en la fenomenología de Husserl y en la lógica de Wingenstein. El diálogo de la filosofía con el mundo se convirtió en el monólogo interminable del sujeto. El mundo enmudeció. El crecimiento del sujeto a expensas del mundo no se limita a la corriente idealista: la naturaleza histórica de Marx y la naturaleza «domesticada» de la ciencia experimental y de la tecnología también ostentan la marca de la subjetividad. Lévi-Strauss rompe brutalmente con esta situación e invierte los términos: ahora es la naturaleza la que habla consigo misma, a través del hombre y sin que éste se dé cuenta. No es el hombre sino el mundo el que no puede salir de sí mismo. Sí no fuese forzar demasiado al lenguaje, diría que el entendimiento universal de Lévi-Strauss es un objeto trascendente. El «hombre en sí» ni siquiera es inaccesible: es una ilusión, la cifra momentánea de una operación. Un signo de cambio, como los bienes, las palabras y las mujeres.
Por medio de reducciones sucesivas y rigurosas, Lévi-Strauss recorre el camino de la filosofía moderna, sólo que en sentido inverso y para llegar a conclusiones simétricamente opuestas. En un primer movimiento, reduce la pluralidad de las sociedades e historias a una dicotomía que las engloba y las disuelve: pensamiento salvaje y pensamiento domesticado. En seguida descubre que esta oposición es parte de otra oposición fundamental: naturaleza y cultura. En un tercer momento, revela la identidad entre las dos últimas: los productos de la cultura-mitos, instituciones, lenguaje- no son esencialmente distintos a los productos naturales ni obedecen a leyes diferentes a las que rigen a sus homólogos, las células. Todo es materia viva que cambia. La materia misma se evapora: es una operación, una relación. La cultura es una metáfora del espíritu humano y éste no es sino una metáfora de las células y sus reacciones químicas que, a su vez, son otra metáfora. Salimos de la naturaleza y volvemos a ella. Sólo que ahora es una selva de símbolos: los árboles reales y las fieras, los insectos y los pájaros se han transformado en ecuaciones. Puede verse ahora con mayor claridad en qué consiste la oposición de Lévi-Strauss a la dicotomía entre historia y estructura, pensamiento salvaje y domesticado. No es que le parezca falsa sino que, por más decisiva que sea para nosotros, no es realmente esencial. Cierto, el acontecer histórico es «poderoso pero inánime»: su reino es la contingencia. Cada acontecimiento es único, y en ese sentido no es el estructuralismo, sino la historia quien puede, hasta cierto punto, explicarlo. Al mismo tiempo, todos los acontecimientos están regidos por la estructura, esto es, por una razón universal inconsciente. Esta última es idéntica entre los salvajes y los civilizados: pensamos distintas cosas de la misma manera. La estructura no es histórica: es natural y en ella reside la verdadera naturaleza humana. Es un regreso a Rousseau, sólo que a un Rousseau. que hubiese pasado por la Academia platónica. Para Rousseau el hombre natural era el hombre pasional; para Lévi-Strauss las pasiones y la sensibilidad son también relaciones y no escapan a la razón y al número, a las matemáticas. La naturaleza humana, ya que no una esencia ni una idea, es un concierto, una armonía, una proporción.
En un mundo de símbolos, ¿qué simbolizan los símbolos? No al hombre, pues, si no hay sujeto, el hombre no es ni el ser significado ni el ser significante. El hombre es, apenas, un momento en el mensaje que la naturaleza emite y recibe. La na¬turaleza, por su parte, no es una sustancia ni una cosa: es un mensaje. ¿Qué dice ese mensaje? La pregunta que me hice al comenzar y que ha reaparecido una y otra vez a lo largo de es¬tas páginas, regresa y se convierte en la pregunta final: ¿qué dice el pensamiento, cuál es el sentido de la significación? La naturaleza es estructura y la estructura emite significados; por tanto, no es posible suprimir la pregunta sobre el significado.
La filosofía, bajo la máscara de la semántica, interviene en una conversación a la que nadie la ha invitado, pero que sin ella carecería de sentido. Para que un mensaje sea comprendido es indispensable que el receptor conozca la clave utilizada por el emisor. Los hombres tenían la presunción, en el doble sentido de esta palabra, de conocer esa clave, así fuese a medias. Otros pensaron que la clave no existía. El fundamento de la preten¬sión de los primeros consistía en creer que el hombre era el receptor de los mensajes que le dirigía Dios, el cosmos, la na¬turaleza o la Idea. Los segundos afirmaban que el hombre era el emisor. Kant debilitó la primera creencia y mostró que una región de la realidad era intocable, inaccesible. Su crítica minó los sistemas metafísicos tradicionales y fortificó a la posición de los partidarios de la segunda hipótesis. Por medio de la opera¬ción de la dialéctica, Hegel transformó a la inaccesible «cosa en sí» en concepto; Marx dio el segundo paso y convirtió al «concepto» en «naturaleza histórica»; Engels llegó a pensar que «la praxis, especialmente la experimentación y la industria», habían acabado para siempre con la «cosa en sí», a la que llamó una «extravagancia filosófica». El fin de la «cosa en sí», proclamado por Hegel y sus discípulos materialistas, fue una subversión de las posiciones en el antiguo diálogo que sostienen el hombre y el Cosmos: ahora sería éste el emisor y la naturaleza escucharía. La ininteligibilidad de la naturaleza se transformó, por la negación creadora del concepto y la praxis, en significación histórica. El hombre humaniza al cosmos, esto es, le da sentido: lo convierte en un lenguaje. La pregunta sobre el sentido del sentido la contesta el marxismo de esta manera: todo sentido es histórico. La historia disuelve al ser en el sentido.
La respuesta de Lévi-Strauss a esta afirmación podría llamarse: meditación en las ruinas de Taxila o el marxismo corregido por el budismo.
Quizá el capítulo más hermoso de ese hermoso libro que se llama Tristes tropiques sea el último. El pensamiento alcanza en esas pocas páginas una densidad y una transparencia que harían pensar en las construcciones del cristal de roca si no fuese porque está animado por una palpitación que no recuerda tanto a la inmovilidad mineral como a la vibración de las ondas de la luz. Una geometría de resplandores que adopta la forma fascinante de la espiral. Es el caracol marino, símbolo del viento y de la palabra, signo del movimiento entre los antiguos mexicanos: cada paso es simultáneamente una vuelta al punto de partida y un avanzar hacia lo desconocido. Aquello que abandonamos al principio nos espera, transfigurado, al final. Cambio e identidad son metáforas de Lo Mismo: se repite y nunca es el mismo. El etnógrafo regresa del Nuevo al Viejo Mundo y en la antigua tierra de Gándara une los dos extremos de su exploración: en la selva brasileña ha visto cómo se constituye una sociedad; en Taxila contempla los restos de una civilización que se concibió a sí misma como un sentido que se anula. En el primer caso fue testigo del nacimiento del sentido; en el segundo, de su negación. Doble regreso: el etnólogo vuelve de las sociedades sin historia a la historia presente; el intelectual europeo regresa a un pensamiento que nació hace dos mil quinientos años y descubre que en ese comienzo ya estaba inscrito el fin. El tiempo también es una metáfora y su transcurrir es tan ilusorio como nuestros esfuerzos por detenerlo: ni transcurre ni se detiene. Nuestra mortalidad misma es ilusoria: cada hombre que muere asegura la supervivencia de la especie, cada especie que se extingue confirma la perduración de un movimiento que se despeña incansablemente hacia una inmovilidad siempre inminente y siempre inalcanzable.
Taxila no es sólo una asamblea de civilizaciones sino de dioses: los antiguos cultos de fertilidad y Zoroastro, Apolo y la Gran Diosa, Shiva y el dios sin rostro del Islam. Entre todas esas divinidades, la figura del Buda, ese hombre que renunció a ser Dios y que, por la misma decisión, renunció a ser hombre. Así venció, al mismo tiempo, la tentación de la eternidad y la no menos insidiosa de la historia. Lévi-Strauss señala la ausencia de monumentos cristianos en Taxila. No sé si esté en lo cierto al pensar que el Islam impidió el encuentro entre el budismo y el cristianismo, pero no se equivoca al decir que ese encuentro habría disipado el hechizo terrible que ha enloquecido a Occidente: su carrera frenética en busca del poder y la autodestrucción. El budismo es la malla que falta en la cadena de nuestra historia. Es el primer nudo y el último: el nudo que, al deshacerse, deshace la cadena. La afirmación del sentido histórico culmina fatalmente en una negación del sentido: «entre la crítica marxista que libera al hombre de sus primeras cadenas y la crítica budista que consuma su liberación no hay oposición ni contradicción». Un doble movimiento que une al principio con el fin: aquello que nos propuso el Buda al comienzo de nuestra historia quizá sólo es realizable al terminar: únicamente el hombre libre del fardo de la necesidad histórica y de la tiranía de la autoridad podrá contemplar sin miedo su propia nadería. La historia del pensamiento y la ciencia de Occidente no han sido sino una serie «de demostraciones suplementarias de la conclusión a la que quisiéramos escapar»: la distinción entre el sentido y la ausencia de sentido es ilusoria.
Dije al principio que la respuesta de Peirce a la pregunta sobre el sentido era circular: el significado de la significación es significar. Como en el caso del marxismo, Lévi-Strauss no niega ni contradice la respuesta de Peirce; la recoge y, fiel al movimiento de la espiral, la enfrenta consigo misma: sentido y no sentido son lo mismo. Esta afirmación es una repetición de la antigua palabra del Iluminado y, simultáneamente, es una palabra distinta y que sólo un hombre del siglo XX podría proferir. Es la verdad del principio, transfigurada por nuestra historia y que únicamente frente a nosotros se revela: el sentido es una operación, una relación. Combinación de llamadas y respuestas psicoquímicas o de dharmas impermanentes e insustanciales, el yo no existe. Existe un nosotros y su existir es apenas un parpadeo, una combinación de elementos que tampoco tienen existencia propia. Cada hombre y cada sociedad están condenados a «perforar el muro de la necesidad» y a cumplir el duro deber de la historia, a sabiendas de que cada movimiento de liberación los encierra aún más en su prisión. ¿No hay salida, no hay otra orilla? La «edad de oro está en nosotros» y es momentánea: ese instante inconmensurable en el que -cualquiera que sean nuestras creencias, nuestra civilización y la época en que vivimos- nos sentimos no como un yo aislado ni como un nosotros extraviado en el laberinto de los siglos sino como una parte del todo, una palpitación en la respiración universal -fuera del tiempo, fuera de la historia, inmersos en la luz inmóvil de un mineral, en el aroma blanco de una magnolia, en el abismo encarnado y casi negro de una amapola, en la mirada «grávida de paciencia, serenidad y perdón recíproco que, a veces, cambiamos con un gato». Lévi-Strauss llama a esos instantes: desprendimiento. Yo agregaría que son también un desconocimiento: disolución del sentido en el ser, aunque sepamos que el ser es idéntico a la nada.
Occidente nos enseña que el ser se disuelve en el sentido y Oriente que el sentido se disuelve en algo que no es ni ser ni no ser: en un Lo Mismo que ningún lenguaje designa excepto el del silencio. Pues los hombres estamos hechos de tal modo que el silencio también es lenguaje para nosotros. La palabra del Buda tiene sentido, aunque afirme que nada lo tiene, porque apunta al silencio: si queremos saber lo que realmente dijo debemos interrogar a su silencio. Ahora bien, la interpretación de lo que no dijo el Buda es el eje de la gran controversia que divide a las escuelas desde el principio. La tradición cuenta que el Iluminado no respondió a diez preguntas: ¿el mundo es eterno o no?, ¿el mundo es infinito o no?, ¿cuerpo y alma son lo mismo o son diferentes?, ¿el Tathagatta vivirá después de su muerte o no, o ambas cosas o ninguna de las dos? Para algunos esas preguntas no se podían contestar; para otros, Gautama no supo cómo responder; y para otros, prefirió no contestar. K. N. Jayatilleke traduce las interpretaciones de las escuelas a términos modernos (2). Si el Buda no conocía las respuestas, fue un escéptico o un agnóstico ingenuo; si prefirió callar porque responderlas podría desviar a los oyentes de la verdadera vía, fue un reformador pragmático; si calló porque no había respuesta posible, fue un racionalista agnóstico (las preguntas están más allá de los límites de la razón) o un positivista lógico (las preguntas carecen de sentido y, por tanto, de respuesta). El joven profesor cingalés se inclina por la última solución. A despecho de que la tradición histórica parece contradecirlo, su hipótesis me parece plausible si se recuerda el carácter extremadamente intelectualista del budismo, fundado en una teoría combinatoria del mundo y del ego que prefigura a la lógica contemporánea. Pero esta interpretación, no muy alejada de la posición de Lévi-Strauss, olvida otra posibilidad: el silencio, en sí mismo, es una respuesta. Esa fue la interpretación de la tendencia Madhyamika y de Nagarjuna y sus discípulos. Hay dos silencios: uno, antes de la palabra, es un querer decir; otro, después de la palabra, es un saber que no puede decirse lo único que valdría la pena decir. El Buda dijo todo lo que se puede decir con las palabras: los errores y los aciertos de la razón, la verdad y la mentira de los sentidos, la fulguración y el vacío del instante, la libertad y la esclavitud del nihilismo. Palabra henchida de razones que se anulan y de sensaciones que se entredevoran. Pero su silencio dice algo distinto.
La esencia de la palabra es la relación, y de ahí que sea la cifra, la encarnación momentánea de todo lo que es relativo. Toda palabra engendra una palabra que la contradice, toda palabra es relación entre una negación y una afirmación. Relación es atar alteridades, no resolución de contradicciones. Por eso el lenguaje es el reino de la dialéctica que sin cesar se destruye y renace sólo para morir. El lenguaje es dialéctica, operación, comunicación. Si el silencio del Buda fuese la expresión de este relativismo no sería silencio, sino palabra. No es así: con su silencio cesan el movimiento, la operación, la dialéctica, la palabra. Al mismo tiempo, no es la negación de la dialéctica ni del movimiento: el silencio del Buda es la resolución del lenguaje. Salimos del silencio y volvemos al silencio: a la palabra que ha dejado de ser palabra. Lo que dice el silencio del Buda no es negación ni afirmación. Dice otra cosa, alude a un más allá que está aquí. Dice Sunyata: todo está vacío porque todo está pleno, la palabra no es decir porque el único decir es el silencio. No un nihilismo sino un relativismo que se destruye y va más allá de sí mismo. El movimiento no se resuelve en inmovilidad: es inmovilidad; la inmovilidad, movimiento. La negacíón del mundo implica una vuelta al mundo, el ascetismo es un regreso a los sentidos, Samsara es Nirvana, la realidad es la cifra adorable y terrible de la irrealidad, el instante no es la refutación, sino la encarnación de la eternidad, el cuerpo no es una ventana hacia el infinito: es el infinito mismo. ¿Hemos reparado que los sentidos son a un tiempo los emisores y los receptores de todo sentido? Reducir el mundo a la significación es tan absurdo como reducirlo a los sentidos. Plenitud de los sentidos: allí el sentido se desvanece para, un instante después, contemplar cómo la sensación se dispersa. Vibración, ondas, llamadas y respuestas: silencio. No el saber del vacío: un saber vacío.
El silencio del Buda no es un conocimiento, sino lo que está después del conocimiento: una sabiduría. Un desconocimiento. Un estar suelto y, así, resuelto. La quietud es danza y la soledad del asceta es idéntica, en el centro de la espiral inmóvil, al abrazo de las parejas enamoradas del santuario de Karli. Saber que sabe nada y que culmina en una poética y en una erótica. Acto instantáneo, forma que se disgrega, palabra que se evapora: el arte de danzar sobre el abismo.
Delhi, a 17 de diciembre de 1966
Notas:
(1) Observo, al pasar, que Martin Heidegger, en El ser y el tiempo se propuso algo semejante, sólo que no en la esfera de, entendimiento sino en la de la temporalidad. Por eso se ha opuesto, con razón, a que se confunda su pensamiento con el existencialismo. El formalismo de Lévi-Strauss me prohibe comparar sus concepciones con las de Heidegger; no así con el antiguo nominalismo: en su sistema el universo se resuelve en signos, nombres. Valdría la pena explorar más estas afinidades.
(2) Early Budhist Theory of Knowledge, Londres, 1963.
Texto extraído de "Los signos en rotación", Octavio Paz, págs. 187/196, Círculo de Lectores, Barcelona, España, 1971.
Selección y destacados: S.R.

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